jueves, 25 de marzo de 2021

tu voz, su voz, sus nombres, nuestros nombres…

 Acababa de morir mi padre cuando leí “Todos los Nombres”. Buscaba en la palabra sencilla y sabia de su autor un escondite a mi dolor. (Un dolor lacerante, desesperado y brusco que no me ha abandonado todavía  pero con el que he ido aprendiendo a convivir de forma que me deja reír y disfrutar, a pesar de sus asaltos repentinos).

 Buscaba un escondite pero, leyendo aquella extraña  historia, tan hermosa, me encontré una lección: aquellos y aquellas a quienes amamos pueden morir, pero no debemos archivarles en nuestro corazón, ni desterrarles de la vida. Aquí están, en la certeza de saber lo que dirían si vieran esto o supieran aquello.  En el modo en que doblamos un pañuelo o en la obediencia postrera y permanente  con que nos colocamos la bufanda si hace frío.

 Sus cosas, enredadas con las nuestras, dan fe de su vigencia. Su amor o su amistad nos sigue acompañando y protegiendo, y si dejar que continúen en la vida no contribuye a que olvidemos la herida  de su ausencia, sí nos permite rescatar  todo lo que nos dieron, dejar que sigan dando, como aquellos y aquellas, más ilustres, con quienes nos peleamos en los libros, en el cine, en la música.

Dirán ustedes que es un discurso inútil decir lo que ya saben  pero, en otras desgracias personales, yo había intentado protegerme del daño por medio del olvido. No pensar, guardar en un baúl, esconder el recuerdo hasta que pase  y queden solo  la pena o la tristeza. Después  pueden volverse a  revisar las cosas que ocultamos a la vista para que no dolieran tanto. Después, puede volverse a recordar con la distancia.  Después, les he perdido de una forma en que siento y he sentido durante muchos años, que no perdí a mi abuela, que murió cuando empezaba mi inquieta adolescencia.

 Porque lo que ese libro me devolvió fue la mirada de mi infancia hacia el hecho incontestable de la muerte. Y entonces,  yo llevaba en mi bolsillo el reloj de mi abuela y lo apretaba en mi mano  para reconfortarme con el recuerdo de sus brazos, y evocaba sus palabras a modo de refuerzo de mis pensamientos, y reconstruía su amor para que pudiera protegerme.

Así que sufrí mucho y mucho tiempo y luego la eché terriblemente de menos cuando nacieron mis hijos y aun la interrogo  a veces, después de treinta años y  disfruto con sus ocurrencias, atiendo a sus consejos y forma parte de mí, como la sangre.

Esto es la vida, una larga corriente que fluye de atrás hacia delante y a los lados. Una cadena de vivencias y revivencias. Las palabras y las cosas de quienes ya no viven mezclándose con quienes siguen compartiendo el camino a nuestro lado. Los cuadros de mi padre, los jerséis de mis hijos, la estatuilla enigmática de Antonio sobre el lugar que le gustaba para ella, los pelos de mis gatos, el refrán preferido de mi abuela, tu voz, su voz, sus nombres, nuestros nombres…todo mezclado cada día, formando el escenario en que sufrimos, amamos, sonreímos, pensamos.

 La manera más fácil de encontrar a los muertos será buscándolos  donde se encuentran los vivos, puesto que a éstos, por estar vivos, los tenemos permanentemente delante de los ojos, dice en el libro del que hablo un personaje para quien la muerte definitiva es el fruto último de la voluntad de olvido.

Quizá  piensen ustedes, como sospecha el personaje,  que de nada les vale nuestra memoria a quienes ya murieron y cada cual se consuela como puede de la muerte cuando viene a rozarnos. Como él hace, tendría que explicarles que sólo de vida he estado hablando aquí, y no de muerte.